Entrevista de Ángel Munárriz (@angel_munarriz) con Pablo Servigne, publicada en noviembre de 2022 en el portal infoLibre
- “Existe un riesgo de extinción de la especie humana”, dicen Servigne, Raphaël Stevens y Gauthier Chapelle, autores de ’Otro fin del mundo es posible’, una apelación contra el “nihilismo” ante las catástrofes globales”
- ¿Transición ecológica? Fuimos pioneros en los 2000 y los tres estuvimos implicados durante mucho tiempo en intentar reformar el sistema desde dentro, pero debemos admitir que fue un fracaso”, afirman
- Defensores de las redes de “ayuda mutua” inspiradas en la naturaleza, sostienen que “el colapso de nuestra civilización” podría servir como una “una oportunidad para avanzar en direcciones más alegres”
Hay una ambivalencia en Otro fin del mundo es posible (Arpa, 2022) que logra conciliar lo inquietante con lo esperanzador. Por un lado, la premisa es turbadora: el colapso de la “civilización termoindustrial” no es una hipótesis, es un proceso ya en curso, y sus consecuencias son duras y lo serán más. No hay paños calientes. “La idea de que las catástrofes globales están en marcha está cada vez más admitida hoy día, así como la idea de que tales catástrofes traen consigo la posibilidad de un colapso sistémico global”, escriben sus autores, los científicos especializados en ecología y resiliencia Pablo Servigne, Raphaël Stevens y Gauthier Chapelle. Al mismo tiempo –he ahí la ambivalencia–, no hay por qué renunciar a un futuro viable o incluso “feliz”. “No existe incompatibilidad alguna en vivir un apocalipsis y un happy collapse“, es decir, un “colapso feliz”, añaden, en una de las frases más provocadoras del ensayo. Eso sí, toca adaptarse como condición sine qua non. Entre el diagnóstico pesimista y el hueco por el que se cuela la fe en el futuro hay 246 páginas de exploración de las posibilidades psicológicas, intelectuales, espirituales y políticas –aunque desde una forma contrahegemónica de entender la política– de encarar un porvenir que no dudan en calificar de “sombrío”.
Para entender el libro conviene esbozar la trayectoria de sus autores. El ingeniero agrónomo y biólogo francés Pablo Servigne, especializado en transición ecológica y agroecología, es un defensor de la “ayuda mutua” como mecanismo de resiliencia que ha cosechado popularidad mundial entre quienes han decidido que ante el cambio climático no cabe ni la opción de bajar los brazos ni tampoco la del autoengaño a base de convencionalismos biempensantes. Es autor junto al “ecoasesor” belga Raphaël Stevens del exitoso ensayo Colapsología, neologismo que designa la disciplina de estudio sobre el colapso de la civilización industrial y sus consecuencias. Stevens y el también ingeniero y biólogo francés Gauthier Chapelle son fundadores de Greenloop, una consultoría de apoyo a procesos de transición ecológica. Estas son las seis manos que se juntan en Otro fin del mundo es posible para agarrar de las solapas al lector y sacudir con fuerza.
La visión generalizada del colapso, advierten, es errónea por venir marcada por el canon cinematográfico, que nos hace temer una especie de gran catástrofe que hará cumplir de un día para otro el peor pronóstico. Así que mientras tal cosa no ocurra, todo iría bien. Pero la realidad es otra. El colapso es una “concatenación” de acontecimientos desastrosos, como huracanes, accidentes industriales, atentados, pandemias, sequías o guerras, con un “trasfondo de cambios progresivos desestabilizadores”, como la desertificación, el desajuste de las estaciones, la contaminación residual, la extinción de especies… Dicho de otro modo: el colapso es lo que hay. Hay que dejar de hablar del colapso en futuro para aceptar que nos encontramos en él, anotan los tres científicos.
Es la única manera, añaden, de seguir en pie y poder aportar algo constructivo a un mundo que amenaza con paralizarnos a base de noticias negativas. Entonces, ¿es Otro fin del mundo es posible una llamada al optimismo a pesar de todo? No exactamente. Servigne, Stevens y Chapelle prescinden de las etiquetas “optimista” y “pesimista”, porque ni la una ni la otra valen si nos instalan en la inacción. Lo relevante a su juicio es qué puede mover a los individuos para una “acción colectiva” que lleve a “propuestas políticas realistas, audaces y enérgicas”. Los tres científicos dan por amortizados los caminos ya trillados y convocan a un cambio radical de concepto: “Ya no se trata de buscar ’soluciones’ para que nuestra vida no cambie demasiado, sino de aceptar la posibilidad de perder aquello que nos importa, justamente para estar por entero disponibles a lo que tenga que venir (lo cual incluye asimismo la lucha y la acción)”, escriben. Eso exige, claro, un reenfoque que no es sólo político, sino también psicológico y hasta espiritual.
Esa es la idea que desarrollan a respuesta por escrito a preguntas de infoLibre.
Política, renovables y “metadona”
“Aunque es esencial abordar la cuestión política, no es el tema de este libro. Estamos explorando un punto ciego de nuestras sociedades: la escasa calidad de nuestras capacidades psicológicas, emocionales, espirituales, artísticas, imaginativas y morales en comparación con el exceso de nuestras capacidades técnicas, es decir, nuestras capacidades para provocar catástrofes globales”, explican los tres autores. Además, añaden, lo “emocional y lo espiritual” no son ajenos a lo político. “La resistencia de las poblaciones, la capacidad de atravesar el dolor del duelo, la creación de una narrativa común, la relación de nuestra sociedad con el mundo, por ejemplo, con los animales y las plantas… ¡Todo eso es colectivo y político!”.
Servigne, Stevens y Chapelle otorgan una baja –¿nula?– expectativa de éxito a lo que los Estados pueden hacer por una transición ecológica a la altura del desafío: “No creemos demasiado –explican– en el poder del cambio real en las grandes estructuras piramidales jerárquicas, ya sean políticas o económicas. Inventar otra forma de organizar el ’buen vivir’ requiere que miremos al corazón del vínculo social, que no es el Estado, sino la ayuda mutua”. “El Estado moderno no sólo es un pilar del capitalismo, sino que también es una muy mala herramienta política para gestionar las crisis globales y sistémicas”, señalan.
“De acuerdo con nuestra cultura como biólogos –añaden– creemos mucho más en lo que se construye de abajo a arriba que de arriba a abajo. La acción colectiva se realiza mejor a nivel de las comunidades de personas que conviven cada día, a nivel municipal, y por qué no en el federalismo”. Los autores de Otro fin del mundo es posible encuentran en el funcionamiento de la naturaleza ejemplos para guiar el cambio de mirada. “Las formidables redes de solidaridad entre árboles y hongos, que hacen que los bosques sean resistentes, no están centralizadas”, explican en defensa de la horizontalidad organizativa. Su éxito, añaden, consiste en “no tener que luchar contra estructuras piramidales deseosas de monopolizar el poder”.
¿Y la política convencional, la –digamos– realmente existente? ¿Qué cabe esperar de ella? “Si es capaz de producir planes B para anticiparnos a estas perturbaciones, ¡bienvenida sea! Pero llevamos cincuenta años esperando, y no sólo no se han creado soluciones, sino que sólo han empeorado el problema”.
– No parece que les interesen ideas como una “transición ecológica” dirigida por el poder político y los Estados mediante el aumento de las energías renovables y el reparto de los costes de las crisis. ¿No creen que hay margen de mejora en este marco? –les preguntamos.
– Fuimos pioneros en la década de 2000 y los tres estuvimos implicados durante mucho tiempo en intentar reformar el sistema desde dentro, pero debemos admitir que fue un fracaso. Las estructuras contrarias a la transición siguen siendo muy poderosas, de modo que la palabra “transición” se refiere ahora más al lavado de cara y al mantenimiento del statu quo que al cambio radical real. En cuanto a las renovables, casi todas dependen de las industrias fósiles y metalúrgicas, ambas extractivas e insostenibles. Apoyamos las tecnologías de tamaño humano (low tech), que cuidan y potencian a las personas y a las comunidades humanas. Todo lo demás es metadona peligrosa para una sociedad terriblemente adicta a los combustibles fósiles.
En cuanto a las multinacionales y su implicación en cualquier cambio a mejor, el mensaje es nítido: “Las multinacionales son entidades legales con ciertas características que se asemejan a las de un psicópata: obsesión por el beneficio, racionalización extrema, destrucción de los competidores y de la naturaleza, falta de empatía…”. Nada que esperar de ellas en una transición digna de tal nombre, pues.
Un umbral traspasado
¿A qué se refieren exactamente al hablar de “colapso”? Aquí la respuesta: “Un colapso se produce en los sistemas complejos (mercado financiero, sociedad, ecosistema…) cuando se cruza un umbral y un desbocamiento incontrolable y a menudo imprevisible destruye el sistema. Es mejor hablar en plural. Algunos colapsos ya se han producido (de cultivos, ecosistemas…), otros están en proceso de producirse (por ejemplo, de biodiversidad) y otros son posibles. Entre los riesgos, hay dos que deben llamar nuestra atención: el colapso de nuestra sociedad industrial capitalista (que está destruyendo el mundo pero mantiene vivos a millones de personas) y el colapso de la biosfera, que ya ha empezado pero que, si se acelera, puede resultar mucho más grave que el primero”. En cuanto a la gravedad, no se andan con chiquitas: “Existe realmente un potencial apocalíptico y existencial, es decir, un riesgo de extinción de la especie humana”.
La reacción instantánea a una afirmación así es un acongojado “glubs”. Y, sin embargo, otra vez aparece la otra cara de la moneda. Servigne, Stevens y Chapelle creen que el “colapso” no sólo puede, sino que “debe” ser un estímulo para el cambio. “Si las catástrofes no se vuelven estimulantes, se corre el peligro de hundirse en un nihilismo muy peligroso. Cuando te diagnostican un cáncer, tienes que convertirlo en una oportunidad para cambiar tu estilo de vida, o acabarás amargado en el bar molestando a todo el mundo”.
Entonces, ¿tiene que aumentar el número de acontecimientos catastróficos para producir una reacción? Sería una paradoja perversa: la propia catástrofe nos proporcionaría herramientas para combatirla. “Por desgracia –responden–, la pedagogía de las catástrofes suele ser eficaz. Es a la vez una fuente de esperanza (¡las cosas se mueven!) y un reconocimiento del fracaso de los denunciantes como nosotros o como el Club de Roma hace cincuenta años. Es importante ver (en Francia y Bélgica) hasta qué punto los últimos cuatro años (tres sequías y una gran inundación) han acelerado la concienciación, sobre todo en profesiones clave para nuestra adaptación, como los agricultores y los silvicultores. El problema de las élites (los ricos y la mayoría de los políticos) es que viven en un capullo de comodidad que les impide sentir los desastres, que los aísla del resto del mundo desde un punto de vista empático y por tanto les impide tomar las decisiones correctas. No se someten a la pedagogía de las catástrofes”.
Vivir, no sólo sobrevivir
Otro fin del mundo es posible repasa diversos movimientos, organizaciones, corrientes e iniciativas que ya trabajan en una “adaptación” al “colapso”, como los zadistas franceses (de ZAD, zonas a defender) o las “bases autónomas duraderas”, ambas iniciativas “supervivencialistas”. ¿No son una pequeña minoría? “Es normal, todo cambio empieza por las minorías. Pero están creciendo muy rápido y se conectan entre sí”. El ensayo propone ir más allá del “supervivencialismo” e incluso más allá de la toma de conciencia a través de la “colapsología”. ¿Para llegar dónde? A la “colapsosofía”, una palabra de nuevo cuño que aúna conocimiento científico con comportamiento adaptativo. “Nuestra propuesta –explican– es explorar cómo podemos vivir con tantas malas noticias sin que nos engullan. Las tormentas durarán siglos, debemos aprender a aguantar sin hundirnos. Debemos aprender a vivir, más que a sobrevivir”.
Además, es posible hacerlo sin renunciar a un mundo que merezca la pena, según los tres autores. Eso sí, debe ser un mundo nuevo: “Los seres vivos no soportan el vacío, siempre hay algo que vuelve a crecer tras un incendio forestal. El bosque que viene no es necesariamente el mismo que el de antes. El colapso de nuestra civilización podría verse finalmente como una oportunidad para avanzar en otras direcciones mucho más alegres. Otras formas de hacer política, otras relaciones con el mundo. Por ejemplo, para volver a conectar con el sentimiento de la interdependencia radical de todos los seres vivos”.
Un cambio de narración
Parece un mensaje más dirigido a la izquierda que a la derecha, ¿no? Los autores no lo ven tan claro. “Cuidar de las personas y de la Tierra, y luego redistribuir los excedentes, son los principios éticos de las culturas que han vivido durante milenios en equilibrio con la Tierra, como aborígenes o amerindios. Este es su secreto. Es muy sencillo. De hecho, lo social y lo ecológico proceden de la misma lógica del cuidado. Cuide a su prójimo –sea humano o no– si no quiere morir antes de lo previsto. La ayuda mutua, el cuidado, la conexión, todo esto está más presente en la izquierda. Pero la división izquierda-derecha es bastante pobre, no explica las diferencias en nuestra relación con la naturaleza, la jerarquía, el tiempo, la tecnología…”.
A juicio de Servigne, Stevens y Chapelle, hay “cuatro grandes convulsiones” en curso: “el fin del hombre [masculino] en el centro de la vida social, el fin de Europa en el centro de la geopolítica, el fin del ser humano en el centro de la vida y el fin de la abundancia y la ilimitación”. “Se trata –añaden– de enormes choques filosóficos, metafísicos, emocionales y existenciales. La clásica división izquierda-derecha es ridículamente inadecuada para pensar en estas cuestiones”. Los autores ven tan necesario un cambio de mentalidad como un cambio de narración sobre el mundo que deje atrás “relatos zombis”. ¿Como cuáles? Como el que insiste en la posibilidad de un crecimiento sin fin; o como el que defiende la ley de la jungla, que resume el funcionamiento de la sociedad en un todos contra todos. Esta pobre oferta de interpretación de la realidad es especialmente grave ante el colapso. En palabras del antropólogo David Graeber: “El sistema se derrumba […] precisamente en el momento en que numerosas personas han perdido la capacidad para imaginar que pueda existir otra cosa”.
Servigne, Stevens y Chapelle sí proponen otras posibilidades. Frente a la competición, ayuda mutua; frente a la impotencia, un “imaginario de movilización general” como en tiempos de guerra. “¿Por qué no desencadenar un gigantesco esfuerzo de guerra, como cuando los aliados y la URSS vencieron a los nazis?”, escriben. “La cultura que pone la competencia en el centro se está volviendo extremadamente tóxica. Nuestro trabajo sobre la ayuda mutua pretende contrarrestar esta visión pesimista y falsa del mundo como una guerra de todos contra todos. Esto es esencial para hacer frente a futuras catástrofes”, explican.
Ni “happy flowers” ni “jipis”
Una preocupación –más– puede asaltar al lector al enfrentarse a Otro fin del mundo es posible: la diferencia abismal entre la profundidad y originalidad de sus planteamientos y la superficialidad y el convencionalismo del debate público real. Ellos mismos saben que se enfrentan a ser caricaturizados como “happy-flowers“, “jipis” o “místicos”. Pero escriben: “Asumimos el riesgo, por cuanto es irrisorio en comparación con el tsunami de golpes duros que nos espera en las próximas décadas. Adentrarse en este mundo cambiante e imprevisible pasa por la necesidad de explorar, salirse de las roderas, descubrir, experimentar, desbrozar terreno, equivocarse, transgredir, atreverse”.
El periodista plantea que, frente a la radicalidad de sus propuestas de cambio en las formas de producción y consumo, en España lo ridiculizado ha sido la crítica a las “macrogranjas” de un ministro, en este caso Alberto Garzón. Servigne, Stevens y Chapelle se muestran conscientes de este nivel del debate, pero no desfallecen. “La opinión de la gente puede cambiar rápidamente. No hay más que ver la rapidez con la que la vergüenza ha cambiado de bando entre mujeres y hombres desde el [movimiento contra el abuso y el acoso] Me Too o cómo la cuestión vegana, muy presente entre los jóvenes, está haciendo añicos nuestras antiguas concepciones del mundo. Pronto, los partidarios de las macrogranjas podrán ser objeto de burla, de mofa e incluso sentarse en el banquillo de los acusados en juicios por ecocidio”. El tiempo dirá.