La verdadera historia de «El señor de las moscas»

Lo que sucedió cuando seis chicos naufragaron durante 15 meses. Un artículo de Rutger Bregman.

La siguiente es una traducción de unartículo publicado originalmente en inglés en el sitio web del periódico británico The Guardian, el 9 de mayo de 2020. Éste es un extracto adaptado de su libro Humankind: A Hopeful History(La humanidad: una historia esperanzadora).

Fotograma de la película de 1963 de El señor de las moscas, del libro de William Golding. Fotografía: Ronald Grant.

En 1965, un grupo de escolares vivió aislado en una isla. Sin embargo, como nos cuenta Rutger Bregman, las cosas no sucedieron en absoluto como en la novela de William Golding, El señor de las moscas.

Durante siglos, la cultura occidental se ha basado en la idea de que los humanos son seres egoístas; esta concepción cínica de la naturaleza humana se promueve en películas y novelas, en libros de historia y en la investigación científica. Pero desde hace casi veinte años, una visión más positiva de la humanidad ha comenzado a extenderse en la comunidad científica; este cambio de paradigma es aún tan reciente que los diversos investigadores que lo defienden, en diferentes campos científicos, a menudo no se conocen entre sí. Cuando comencé a escribir este libro, cuyo tema es justamente esta visión más positiva de la humanidad, sabía que tendría que examinar una historia muy particular, que tiene lugar en una isla desierta perdida en algún lugar del Pacífico, donde se estrella un avión, y cuyos únicos sobrevivientes son un grupo de escolares ingleses a quienes les cuesta creer lo afortunados que son. A su alrededor, nada más que playa, conchas, y agua, hasta donde alcanza la vista. Y lo mejor de todo: sin adultos. Desde el primer día, establecen una especie de democracia; uno de ellos, Ralph, es elegido jefe del grupo; atlético, bello y carismático, su proyecto es simple: 1) disfrutar, 2) sobrevivir y 3) enviar señales de humos a los barcos que pasen. El primer punto es un éxito; ¿los otros? No tanto. Las náufragos están más interesadas en comer y en jugar que en mantener el fuego encendido. Al poco tiempo, empiezan a pintarse la cara, se quitan la ropa y desarrollan impulsos irresistibles: pellizcos, patadas, mordiscos. Cuando finalmente llega un oficial naval británico, la isla es un desierto humeante y tres niños han muerto. «Pensé que un grupo de muchachos británicos», dijo el oficial, «habría sabido comportarse de una mejor manera». Fue entonces cuando Ralph se echó a llorar, y aquí leemos: «Ralph lloró la pérdida de su inocencia» y «la oscuridad del corazón humano».

Golding tenía una habilidad magistral para retratar las profundidades más oscuras de la humanidad.

Esta historia nunca sucedió. Fue imaginada en 1951 por William Golding, un profesor de inglés, cuya novela El señor de las moscas (Lord of the Flies) —con decenas de millones de copias vendidas y traducida a más de treinta idiomas— se considera uno de los clásicos del siglo XX. En retrospectiva, las razones de este éxito son simples: Golding retrató magistralmente los aspectos más oscuros de la humanidad; estaba en sintonía con los tiempos, con los jóvenes de los años 60 que estaban preocupados por las razones que habían llevado a la generación de sus padres a cometer las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial. ¿Fue el campo de Auschwitz una anomalía? ¿Se esconde un nazi en cada uno de nosotros? Ellos querían saberlo. La primera vez que leí El señor de las moscas, yo era un adolescente; recuerdo haber quedado muy decepcionado con la naturaleza humana; nunca se me ocurrió dudar de la visión de Golding. Al estudiar la vida del autor, años después, comencé a dudar; descubrí su propia naturaleza: un alcohólico deprimido que golpeaba a sus hijos; «siempre he entendido a los nazis», decía, «porque soy de la misma naturaleza»; y fue «en parte debido a este triste autoconocimiento» que escribió El señor de las moscas. Entonces me pregunté: ¿alguien ha estudiado alguna vez cómo se comportaría un grupo de niños si vivieran solos en una isla desierta? Primero empecé escribiendo un artículo sobre el tema, en el que comparé la historia de El señor de las moscas con el conocimiento científico moderno, llegando a la conclusión de que —con toda probabilidad— los niños actuarían de manera muy diferente. Los lectores, escépticos, me reprocharon que sólo hubiera tenido en cuenta el comportamiento de los niños en casa, en la escuela o en los campamentos de verano. Entonces fui en busca de una experiencia real como la contada por Golding; después de pasar un tiempo investigando en la web, descubrí una historia sorprendente, contada en un blog desconocido: «Un día en 1977, seis niños salieron de Tonga para una expedición de pesca… Atrapados en una gran tormenta, los niños naufragaron en una isla desierta. ¿Qué hizo esta pequeña tribu? Hicieron un pacto para no discutir nunca». El artículo no mencionaba la fuente de la historia; pero a veces todo lo que necesitas es un poco de suerte; un día, mientras profundizaba en los archivos de un periódico, digité mal el año de búsqueda, y entonces ahí estaba: en la edición del periódico australiano The Age del 6 de octubre de 1966, un titulo llamó mi atención: «Los náufragos de Tonga estarán presentes el domingo». La fecha de 1977 resultó haber sido un error tipográfico. El artículo contaba la historia de seis niños encontrados tres semanas antes en un islote rocoso en el sur de Tonga, un grupo de islas en el Océano Pacífico. Los niños habían sido rescatados por un capitán australiano, después de haber vivido solos en la isla de ‘Ata durante más de un año. Según el artículo, el capitán incluso había pedido a un canal de televisión que hiciera una película basada en la aventura de los niños. Estaba lleno de preguntas: ¿seguían vivos los muchachos?, ¿sería posible encontrar las imágenes televisivas originales que contaban la historia? Tenía un buen punto de partida para la investigación: Peter Warner, el nombre del capitán. Por segunda vez, la suerte vino en mi ayuda. Me encontré con un artículo en un número reciente de un pequeño periódico local en Mackay, Australia, titulado «Amigos celebran 50 años de relación». Una pequeña foto de dos hombres sonrientes, tomados del brazo, ilustraba el artículo que empezaba de la siguiente manera: «En las profundidades de una plantación de bananos en Tullera, cerca de Lismore, hay dos compañeros muy particulares… El mayor tiene 83 años, y es hijo de un rico industrial. El más joven, 67, era, literalmente, un hijo de la naturaleza». ¿Sus nombres? Peter Warner y Mano Totau. ¿Dónde se habían conocido? En una isla desierta. Mi esposa Maartje y yo alquilamos un automóvil en Brisbane, y unas tres horas después llegamos a nuestro destino: un lugar en medio de la nada que dejó perplejo a Google Maps. Sin embargo, allí estaba, sentado frente a una casa baja del camino de tierra: el hombre que rescató a seis niños perdidos hace 50 años: el capitán Peter Warner.

Salvajismo, en la adaptación cinematográfica de 1963 de El señor de las moscas. Fotografía: Ronald Grant.

Peter era el hijo menor de Arthur Warner, una vez uno de los hombres más ricos y poderosos de Australia. En la década de 1930, Arthur gobernó un vasto imperio llamado Electronic Industries, que dominaba el mercado de la radio del país en ese momento. Peter fue entrenado para seguir los pasos de su padre; sin embargo, a la edad de 17 años escapó al mar en busca de aventuras y pasó los siguientes años navegando desde Hong Kong a Estocolmo, desde Shanghai a San Petersburgo. Cuando finalmente regresó —cinco años después—, el hijo pródigo le presentó con orgullo a su padre un licencia sueca de capitán. Sin impresionarse, el señor Warner le exigió a su hijo que aprendiera una profesión útil. «¿Qué es más fácil?», preguntó Peter; «contabilidad», mintió Arthur. Peter fue a trabajar para la compañía de su padre, pero el mar todavía le hacía señas, y cada vez que podía iba a Tasmania, donde mantenía su propia flota pesquera. Fue esto lo que lo llevó a Tonga en el invierno de 1966. En el camino a casa tomó un pequeño desvío, y fue entonces cuando la vio: una isla minúscula en el mar azul, ‘Ata. La isla había estado habitada una vez, hasta un día oscuro en 1863, cuando apareció un barco de esclavos en el horizonte y se llevó a todos los nativos. Desde entonces, ‘Ata había sido abandonada, maldita y olvidada.

No pasó mucho tiempo hasta que el primer niño llegó al bote. «Mi nombre es Stephen —gritó—. Hemos estado aquí 15 meses».

Pero Peter notó algo extraño: mirando a través de sus binoculares, vio parches quemados en los acantilados verdes. «En los trópicos es inusual que los incendios empiecen espontáneamente», nos dijo medio siglo después. Entonces vio a un niño; desnudo; con el pelo hasta los hombros. Esta criatura salvaje saltó del acantilado y se sumergió en el agua; de repente, más niños lo siguieron, gritando a todo pulmón. No pasó mucho tiempo hasta que el primer niño llegó al bote. «Mi nombre es Stephen», gritó en perfecto inglés. «Somos seis, y creemos que hemos estado aquí 15 meses». Los niños, una vez a bordo, afirmaron que eran estudiantes de un internado en Nukualofa, la capital de Tonga. Cansados de las comidas escolares, habían decidido tomar un bote de pesca un día, para luego quedar atrapados en una tormenta. Una historia muy probable, pensó Peter; usando su radio bidireccional, llamó a Nukualofa. «Tengo seis hijos aquí», le dijo al operador. «Espere un momento», fue la respuesta. Pasaron veinte minutos (cuando Peter cuenta esta parte de la historia, se le nublan los ojos). Finalmente, un operador llamó por radio llorando, y dijo: «¡Los encontraste! Estos muchachos han sido dados por muertos; se celebraron incluso sus funerales. Si son ellos, ¡esto es un milagro! En los meses siguientes, intenté reconstruir con la mayor precisión posible lo que había sucedido en ‘Ata. La memoria de Peter resultó ser excelente; incluso a la edad de 90 años, todo lo que relataba era coherente con mi otra fuente principal, Mano, de 15 años en ese momento y ahora con 70, quien vivía a unas pocas horas en coche de la casa de Peter. «El verdadero Señor de las Moscas —nos dijo Mano— empezó en junio de 1965». Los protagonistas fueron seis niños: Sione, Stephen, Kolo, David, Luke y Mano, todos alumnos de un estricto internado católico en Nukualofa. El mayor tenía 16 años, y el más joven 13, y tenían una cosa principal en común: estaban aburridos. Entonces, idearon un plan para escapar a Fiji, a unos 800 km [500 millas] de distancia, o incluso hasta Nueva Zelanda. Sólo había un obstáculo: ninguno de ellos era dueño de un bote, así que decidieron «tomar prestado» uno del señor Taniela Uhila, un pescador que no le agradaba a ninguno de ellos. Los niños tomaron poco tiempo para prepararse para el viaje; dos sacos de plátanos, unos pocos cocos y un pequeño quemador de gas, fueron todos los suministros que empacaron; ninguno de ellos pensó en llevar un mapa, y mucho menos una brújula.

Los muchachos habían establecido una comuna con huerto, gimnasio, una cancha de bádminton, corrales de gallinas y un fuego permanente.

Nadie notó que la pequeña embarcación salía del puerto esa noche. El cielo estaba despejado; sólo una suave brisa agitaba el mar en calma. Pero esa noche los chicos cometieron un grave error: se quedaron dormidos. Unas horas más tarde, se despertaron con el agua cayendo sobre sus cabezas; estaba oscuro; levantaron la vela, que el viento rápidamente hizo trizas; el siguiente en romperse fue el timón. «Estuvimos a la deriva durante ocho días —me dijo Mano—; sin comida, sin agua». Los chicos intentaron pescar; se las arreglaron para recolectar un poco de agua de lluvia en cáscaras de coco ahuecadas y la compartieron por igual entre ellos, cada uno tomando un sorbo por la mañana y otro por la noche. Luego, al octavo día, vieron un milagro en el horizonte; una pequeña isla, para ser precisos. No era un paraíso tropical, con palmeras ondulantes y playas arenosas, sino una enorme masa de roca que sobresalía a más de 300 m del océano. Hoy en día, ‘Ata se considera inhabitable; pero «cuando llegamos —escribió el Capitán Warner en sus memorias— los chicos habían establecido una pequeña comuna con un huerto, troncos de árboles ahuecados para almacenar aguas lluvias, un gimnasio con curiosas pesas, una cancha de bádminton, gallineros y un fuego permanente; todo ello hecho a mano, con ayuda de una vieja cuchilla y de mucha determinación». Mientras que los muchachos de El señor de las moscas soplan sobre el fuego, los de esta versión de la vida real encendieron su llama para que nunca se apagara, por más de un año.

Peter Warner, tercero desde la izquierda, con su tripulación en 1968, incluidos los sobrevivientes de ‘Ata. Fotografía: Fairfax Media Archives/vía Getty Images.

Los niños acordaron trabajar en equipos de dos, elaborando una lista estricta para el huerto, la cocina y la guardia. A veces se peleaban, pero cada vez que eso sucedía, lo resolvían después de darse un tiempo muerto. Sus días empezaban y terminaban con canciones y oraciones; Kolo construyó una guitarra improvisada, con una pieza de madera flotante, media cáscara de coco, y seis cables de acero rescatados de su barco destrozado —un instrumento que Peter ha guardado durante todos estos años—, y lo tocaba para ayudar a levantar el ánimo. Y realmente sus espíritus necesitaban levantarse; durante todo el verano apenas si llovió, desesperando a los chicos por la sed. Intentaron construir una balsa para salir de la isla, pero fue destruida por el oleaje. Lo peor de todo: Stephen se resbaló un día, se cayó de un acantilado y se rompió una pierna. Los otros chicos se abrieron paso detrás de él y luego lo ayudaron a volver a la cima, y fijaron su pierna con palos y hojas. «No te preocupes —bromeó Sione—, ¡haremos tu trabajo mientras tú estás ahí como el mismo Rey Taufa’ahau Tupou!» Sobrevivieron inicialmente con peces, cocos, pájaros domesticados (bebiendo su sangre y comiendo su carne); los huevos de aves marinas fueron succionados hasta la sequedad. Más tarde, cuando llegaron a la cima de la isla, encontraron un antiguo cráter volcánico, donde la gente había vivido un siglo antes. Allí, los niños descubrieron el taro salvaje, los plátanos y las gallinas (que se habían estado reproduciendo durante los 100 años transcurridos desde la partida de los tonganos).

Cuando llegaron a casa, encontraron a la policía esperando para reunirse con ellos. Fueron arrestados y encarcelados.

Finalmente fueron rescatados el domingo 11 de septiembre de 1966. El médico local más tarde expresó su asombro por la musculatura y por la pierna perfectamente curada de Stephen. Pero éste no fue el final de la pequeña aventura de los niños, porque cuando llegaron a Nukualofa, la policía abordó el bote de Peter, arrestó a los niños y los metió en la cárcel. Taniela Uhila —dueño del bote de vela que los chicos habían «tomado prestado» 15 meses antes— todavía estaba furioso, y había decidido presentar cargos. Afortunadamente para los niños, Peter pensó en un plan. Se le ocurrió que la historia de su naufragio era un material perfecto para Hollywood, y al ser el contador corporativo de su padre, Peter manejaba los derechos cinematográficos de la compañía y conocía a mucha gente en la televisión. Entonces, desde Tonga, llamó al gerente de Channel 7 en Sydney. «Puedes tener los derechos australianos —les dijo—; dame los derechos mundiales». Luego, Peter le pagó al señor Uhila unos US$ 180 por su viejo bote, y liberó a los niños, con el pretexto de que participarían en la película. Unos días después, llegó un equipo del Canal 7. El estado de ánimo cuando los niños regresaron junto a sus familias en Tonga, fue de júbilo total. Casi toda la isla de Ha’afeva —con una población de 900 personas— había salido para darles la bienvenida. Peter fue proclamado héroe nacional, y pronto recibió un mensaje del rey Taufa’ahau Tupou IV, invitando al capitán a una audiencia. «Gracias por rescatar a seis de mis súbditos», dijo su alteza real. «Ahora, ¿hay algo que pueda hacer por ti?». El capitán no tuvo que pensar mucho: «¡Sí! Me gustaría atrapar langostas en estas aguas, y comenzar un negocio aquí». El rey dio su consentimiento. Peter regresó a Sydney, renunció a la compañía de su padre y encargó un nuevo barco; luego, hizo que trajeran a los seis niños y les concedió lo que había iniciado todo: una oportunidad de ver el mundo más allá de Tonga: los contrató como la tripulación de su nuevo barco de pesca. Mientras que los muchachos de ‘Ata han sido mantenidos en la oscuridad, el libro de Golding todavía se lee ampliamente. Los historiadores de los medios incluso lo acreditan como el autor involuntario de uno de los géneros de entretenimiento más populares de hoy en día en televisión: los reality shows. «Leí y releí El señor de las moscas», divulgó el creador de la exitosa serie Survivoren una entrevista. Es hora de que contemos un tipo diferente de historia; el verdadero señor de las moscas es una historia de amistad y lealtad, una que ilustra cuánto más fuertes somos si podemos apoyarnos el uno en el otro. Después de que mi esposa tomó la foto de Peter, éste se dirigió hacia un gabinete, revolvió un poco, y luego sacó una pesada pila de papeles, que puso en mis manos. «Mis memorias —explicó—, escritas para mis hijos y mis nietos». Miré la primera página: «La vida me ha enseñado mucho —comenzó—, incluyendo la lección de que siempre debes buscar lo que es bueno y positivo en las personas». _______________

Este artículo fue enmendado el 12 de mayo de 2020, para eliminar la referencia de William Golding golpeando a sus hijos. La línea se basó en la cuenta de Golding sobre una guerra de almohadas con su hijo de cuatro años en la que describió cómo había disfrutado golpear al niño, pero se detuvo «cuando [su hijo] estaba al borde de las lágrimas». La hija de Golding ha declarado (ver carta) que su padre nunca los golpeó.

Traducido por Alan É. Suárez, para Colapsología América Latina.

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